
Tu cuerpo está palpitando de deseo, noto tu ansiedad, que no es menor que la mía. Debo controlarme con un resto de cordura antes de que el instinto me obligue a abalanzarme sobre ti.
El espectáculo de tus muslos abiertos, de tus nalgas abiertas por tus manos y el oscuro agujero de tu ano, contrayéndose y guiñándome su ojo ciego, hacen que me enardezca, me excite hasta casi olvidar la ternura. Algo en mí desea tomarte con violencia, sin miramientos. Quiere que te lo introduzca sin más, hasta satisfacer salvajemente el deseo que dirige mi entrepierna, que levanta mi miembro como el hocico de un depredador, buscando una presa, amenazando un estallido de violencia seguido del silencio y el olvido.
Pero la suavidad de tus costados, la piel perlada de sudor de tu espalda y la mirada que me dirigen tus ojos, entre el pelo desordenado, la boca entreabierta, me dan la clave para que la cordura vuelva a mí. Me hace sentirte como mujer, no como mero objeto de mi pasión. Y a la vez me desvela tu imagen de hembra anhelante, de mujer amante primigenia.
Te levanto de la alfombra. Te pegas a mis labios como si fuera el último acto que fueras a cometer en esta vida. Nuestras lenguas se enroscan y restallan, buscando absorber al otro. Te tomo en mis brazos y te levanto del suelo, adelantando mi pelvis y pegando mi miembro a tu vientre.
Alzas las piernas y rodeas mi cintura. Siento tu humedad en mi miembro que queda justo debajo de tu cocoy y sestea entre tus nalgas, quizás tocando levemente el botón oscuro de tu ano.
Me muerdes en el hombro y clavas tus dientes sin piedad. Lo que normalmente sería una salvajada mi cuerpo lo analiza como una parte del ritual amatorio y, en vez de provocar un rechazo, es sólo una señal de la pasión que te embarga y me calienta aún más.
Clavo mis dedos en tus nalgas y te alzo más arriba. Giro por el salón llevándote como una pluma. Aplasto tu cuerpo contra la pared y mi pecho se funde con el tuyo, como si quisiera romper tus huesos cuando, en realidad, lo que quiero es fundirme contigo, visceralmente, con piel, entrañas, uñas...
Me muerdes otra vez y hasta me tiras del pelo en tu frenesí. Recorres mi cuello con tus labios y buscas mi oreja. Siento tu respiración agitada y ronca. Separo tus nalgas y en mi mente imagino tu ano abriéndose aún más, dejando escapar gotas de la vaselina que te apliqué y de la saliva que ayudó en el introducir de mis dedos.
Me vuelve loco la imagen de tu trasero. Y te llevo por el pasillo, golpeándonos con las paredes, y enfilo el dormitorio. La cama, grande, vacía, con la ropa desordenada, es la meta donde te voy a depositar.
Te dejo caer en ella y el somier cruje por el impacto. De inmediato me tumbo sobre ti y busco tus labios, los muerdo, meto mi lengua en tu boca, repaso tus dientes, la llevo debajo del tu labio superior mientras mis dedos pellizcan tus pezones y la otra mano toma posesión de tu clítoris.
Un fuerte gemido escapa de tu boca. Tu espalda se arquea y formas un puente en el colchón, los talones y tu cabeza son las únicas partes que contactan con la cama. Mi peso te empuja hacia abajo y la urgencia de mi miembro se hace insoportable. Levanto tus piernas y llevo las rodillas a tus hombros. Tus pechos se mueven libres, los pezones dilatados y duros.
Ahora tu cocoy es una invitación prominente. Separas los labios con tus propios dedos y tu mirada se vuelve lasciva.
Mira... mira... - me dices con voz ronca y proyectas tu pelvis hacia delante mientras me muestras tu cueva rosada.
Meto mi pulgar derecho en tu boca y lo saboreas como si fuera un miembro. Lo llenas de saliva y tu lengua culebrea en torno suyo. Lo saco y lo dirijo a tu gtrasero. Lo introdujo tu ano lentamente con él. Un nuevo gemido escapa de tus labios mientras cierras los ojos...
Podría introducirtelo desde atrás, a cuatro patas, pero quiero ver tu cara cuando desvirgue tu ano... quiero introducirtelo desde delante, con la flor de tu cocoy abierta sobre tu ano y mi miembro fundidos en uno.
Escupo en la palma de mi mano, pero mi boca está casi seca por la excitación, mi respiración es trabajosa, como si hubiera hecho un tremendo esfuerzo. Sin embargo eras ligera como una pluma cuando te cargaba por el pasillo. No tiene nada que ver con el cansancio, sino con el deseo casi animal que me inunda.
Llevo a mi miembro la poca saliva que he podido reunir y cubro con ella la cabeza, todo el glande aparece hinchado, rojo, a punto de estallar.
Te das cuenta de que ha llegado el momento que deseabas. Hay un destello de miedo en tu mirada, pero también de determinación y urgencia.
Pasas tus manos por tus corvas y mantienes las piernas alzadas, medio abiertas. Es la postura primigenia del parto. Pero en vez de eso voy a introducirtelo, vamos a hacer un camino inverso y por otro agujero, no menos sagrado.
Tomo mi miembro y la dirijo a la entrada de tu ano.
Apoyo justo la punta y mientras dilato tu ano con mis dedos. Esta manando líquido, viscoso, caliente.
Presiono levemente, el esfínter comienza a abrirse y tu cuerpo se tensa por el primer chispazo de dolor y sorpresa. La invasión continúa muy despacio. Sé que es difícil acogerme, aunque sea lo que estás deseando. Una capa de sudor en tu frente y sobre tus labios me dice que te esfuerzas por no gritar. Cierras tus ojos brevemente y levantas aún más las piernas. Aprietas los dientes y gruñes:
- Entra...., entra..., tirame el trasero...
Aprieto un poco más y todo el glande entra. Noto una convulsión en tu recto. El esfínter se dilata todo lo que da de sí. Es el momento crítico, cuando en tu mente una voz pide que salga desesperadamente y quiere que la tortura acabe. Sin embargo otra, creciendo en intensidad, se sobrepone al dolor y al instinto de conservación y pide que me recibas en plenitud.
Te miro fijamente a los ojos. Espero tu decisión. Y tu mirada me dice... ¡adelante!.
Entro un poco más, muy despacio, intentando que tu angosto conducto se adapte a mi volumen. Paro. Me retiro apenas medio centímetro. Noto la presión de las paredes y, cuando siento que se relajan, empujo de nuevo. Un grito ahogado escapa de tu garganta, mitad dolor, mitad triunfo, cuando te anuncio que dos terceras partes están ya dentro.
Aún no estás preparada para sentir placer con la metida anal, lo sé. Pero en este momento puede en ti la satisfacción de estar siendo perforada, de iniciar un camino en tu sexo, de sentir que un día podrás disfrutarlo tanto como por tu cocoy, aunque ahora esté doliéndote más que cuando perdiste tu virginidad por delante. Aunque te hayan dicho que eso es sucio; que sólo debe usarse para una función "natural" de expulsión de heces; que sólo las busconas desean ser enculadas. Tu instinto femenino está triunfando y con una mirada directa me pides más, que entre más profundo, quieres vencer...
Y te lo introduzco. Más adentro, más profundo...
Acaricio tu clítoris y siento tu cocoy más grande que nunca, más jugoso, más cálido.
Tu cuerpo se empieza a mover, muy despacio, reacciona ante los dos estímulos contradictorios: el fuego placentero en tu cocoy y el fuego lacerante en tu ano.
Ninguno es más fuerte que el otro, son distintos, pero en tu cabeza se están uniendo y ya pierdes la conciencia del origen de las sensaciones. El morbo de sentir tu trasero introducido se engarza sobre el placer que te proporciona tu clítoris y tu cocoy hasta que el dolor en tu ano pasa a un segundo plano. Y un orgasmo pequeñito quiere asomar en tu pecho. Y me pides que te de fuerte, que te tire, que no me importe si te hago daño.
Voy a llenarte el trasero de leche, cariño...
Y esta sencilla frase hace rebosar tu instinto de hembra caliente. La idea de mi leche llenando tu conducto trasero dispara el resorte. Una vez más la imaginación y el morbo dominan el cuerpo.
Y mientras mi miembro deja escapar fluido en tu interior, en disparos intermitentes, en la oscuridad de tu ano, tú te corres, gritando y arañando mis brazos.
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